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Me trasladaré
mentalmente a aquellos días para que, en un juego de magia con el tiempo, pueda
intentar ver todo el gran escenario donde se representó tu historia: Naciste (tal
vez llevabas los genes de Attis el amante de Cibeles o de la ninfa Pitis a la
que Gea transformó en un pino de porte austero) en la noble Sierra de Segura,
lejos de la mar, lejos del salitre de sus vientos, donde tus sentidos nunca
imaginaron el rugido de olas antojadizas, dueñas y señoras del bosque flotante
de la gran armada que se iba a crear; allí esos vientos no llegaban impregnados
de sabor salino, aliento robado a esas olas preñadas y lascivas que lo emiten
cuando celebran con obscenidad que tienen las presas a su merced y luego se
regodean con ellas. Bebiste de la luz del mundo, otorgada por su sol, cuando
los aires serranos, a veces ambiciosos de fríos que poco te afectaban,
acariciaban tu débil e insignificante figura de aspirante a titán del bosque de
ninfas y faunos. Fuiste un emblemático, mimado y elegante salgareño que te
izaste jubiloso con tus ramas, en donde el mundo crujía, hacia los cielos
venciendo siempre con el aroma de tu resina al maldito gorgojo descortezador;
dueño de las alturas serranas, que por tu porte te eligieron en nombre del rey
para formar parte de uno de sus navíos con los que quiso bajarle los humos al
inglés.
Sería con el
siglo XVII en el calendario, el
ingenioso Felipe IV de los Austrias en
el poder (siete barcos contaba la armada heredada de su padre Felipe III)
y con su valido y defenestrado conde –duque de Olivares como
director de la gran orquesta real, cuando siendo un precioso brinzal te asomaste al mundo en la serranía con la complacencia de una
luna que acariciaba sombras de gigantes creadas al recibir la tímida luz en la
noche profunda del bosque donde estaba la tierra que alimentó tus raíces con la
riqueza de sus nutrientes y tú transformaste en savia inquieta. Verdegal que,
sin condiciones, te dio cobijo en aquella comunidad biótica junto al formidable
taciturno y tóxico tejo, sabio arrogante, seguro pero generoso con los pájaros
a los que regala sus arilos rojos, que presumía con su presencia de longevidad
por su capacidad de rebrotar, amante de su hembra con la que consigue que esos
rebrotes sean una realidad; allí creciste junto al rodeno, tu primo hermano; al
arce de locas sámaras voladoras y amigo de los glotones; al elegante y mágico
acebo, sagrado para los celtas, que lo utilizaban para fabricar las puntas de
sus lanzas; al deseado roble negro o melojo, amigo de ciervos volantes y
salamandras y al quejigo, alter ego de
la encina. Arrogante en medio de otras familias bien avenidas de aquel
maravilloso paraje vegetal que te dieron vitalidad y energía para enfrentarte,
sin tú saberlo, a un futuro que te depararía sorpresas inimaginables, en donde
entre todos os comunicabais vuestras inquietudes, vuestras sospechas y también
vuestras alarmas a través de vuestras aromas; un mundo en el que el
milagro de la biología permite esa relación por infinidad de caminos y socios
subterráneos, como las madejas de misteriosas micorrizas, que os conectan
permitiendo hacer que el gran bosque sea como un único ser, cuyas células
indispensables y decisivas sois vosotros. Cuando, después de la lenta explosión
de la semilla que te dio el ser, te transformaste en un hijuelo, desde tu
insignificancia de aprendiz de pino te
viste rodeado de una enorme masa jaspeada de fauna inquieta: petirrojos, currucas,
águilas, gavilanes, quebrantahuesos, buitres negros, lobos, ardillas, corzos,
ciervos, linces, osos, lagartijas verdes, mariposas… Siendo ya adulto, desde la
garriga te observaban con envidia el mirto, la sabina y el enebro. Dominaste
los cielos de aquella sierra y con tus raíces seguras y poderosas te afirmaste
en esa sagrada tierra, madre amantísima, que te dio parte de ella y tú le
regalaste la belleza de tu tronco y sus ramas.
LA CAIDA.
Fue un día
nefasto del siglo XVIII, reinando el prudente Fernando VI ; de inquietante
pronóstico, cuando el mundo se despertó en una transición que denotaba malos
augurios. Un día que iba a romper la paz del bosque por la presencia de los
asalariados del rey, de frío hiriente, de luna asustada o casi muerta del mes
de febrero, cuando la naturaleza ordena que tu savia antes inquieta, ahora
sumisa, casi desidiosa, inicie con pereza el viaje de regreso hacia tus raíces,
donde los gnomos se escondían. Esa melancólica luna iluminaba el vergel serrano
con luz taciturna, semiapagada. Aparecieron allí los hombres en cuadrillas,
mandados por el Marqués de la Ensenada,
los mismos que utilizaban tu bosque para el aguardo, los que no
aprendieron a escucharos, con hachas afiladas en piedras de fragua de ascuas
vivas, los que previamente te habían
hecho los chaspes y te habían marcado con fuego como buen candidato sin fendas
para el derribo y someter tu grandeza porque eras perfecto, paradojas de la
vida. Tal vez alguno de esos hombres acabaría convirtiéndose en roble.
Comenzaba la macabra obra del huroneo: Tumbarte, sobrepasados los cuarenta
metros, tu altura del pecho, y más de un siglo sobre tus raíces, significaba un
desprecio y una burla por todo lo que, tú y los que como tú eran,
representabais en aquel paraje de sombras alargadas, en donde vuestra hegemonía
brillaba como los planetas en el firmamento. Toda una vida erguido, atravesando
cada segundo de la historia como si fueras una lanza certera, clamando por
besar los cielos, resistente a las inclemencias, a la sequía, casi impune como
tus parientes el carrasco y el negral; cuasi perfecto, sin perturbación lineal
alguna en tu afán por alcanzar las estrellas, con la misma arrogancia del tejo
centenario, tu vecino en el verdegal que también lo utilizaron los hombres del
rey para fabricar el mascarón de proa de alguno de sus navíos. Más de cien años
asomando al mundo tus ramas de verdes acículas desde las cumbres de la
serranía; pero ese día frío, de decadente luna, te
atenazó la angustia de gran líder porque a la vez que un pájaro carpintero
taladraba con su pico otro árbol, el soplo de cada golpe certero del hacha
impasible de astil de roble del cortador cumplía la real orden y tu naturaleza
de gigante se derrumbó, a la vez que tus sueños limpios como trozos de cielo
azul entre nubes inquietas, con estruendo sobre la chasca dando con tus agujas
sobre la misma tierra que amamantó tus raíces, que descansaban en el infinito
sin perderse, esas raíces ahora decrépitas con las que te habías comunicado con
los tuyos para informarles y alimentarlos; pero en ese instante llorabas sin
que te oyeran, emitiendo desde tu corazón de madera mensajes de angustia e
impotencia que hasta hicieron enmudecer la voz de mirlos y grillos. Los cielos
se quedaron con una columna menos para sostenerse sobre la tierra, los dioses
se enfurecieron ordenando a los vientos que descargaran su cólera contra los
hacheros que asustados buscaron refugio en el roquedal. A ti te apearon, a
otros los anillaron para provocarles una muerte lenta o fueron alimento del
fuego hambriento. Más de cien años se
derramaron por el suelo junto a tu dignidad
amputada por orden del hombre que quiso cortarle las alas al inglés. La
naturaleza quedó deprimida porque tu aroma dejó de endulzar el viento y aquel
rodal se transformó en una hornacina en donde vuestra savia va a intentar que
los nuevos brinzales emerjan con fuerza para darle sentido al espacio
muerto. Así pasaste al real servicio
pero el bosque lloró porque la sombra que tú proyectabas desapareció para siempre, quedando en su lugar un espacio
ocre de hojas muertas en donde el juego de luces de cuando tú estabas abandonó
el escenario dejándolo ciego. Al volver la calma, el viento sereno no pudo
ulular entre vuestras ramas y su música del atardecer quedó sometida al
silencio. Podías haber alcanzado los once siglos y después despedirte con tu
espíritu noble y la dignidad hirviendo en cada una de tus células. Los
del rey no te dieron la oportunidad de ser reverenciado como un laricio
soberano. También coetáneos tuyos como el soberbio, aunque melancólico y
lúgubre tejo; el roble y otros más, aplastaron sus sombras bajo el golpe
certero del hacha servil quedando por doquier un desangelado calvero como
testimonio. Una pareja de pinzones se estremecieron al ver como su casa, la que
con tanta ilusión habían creado, caía desde las alturas al perder tú la
verticalidad. Desde los cielos, las águilas fueron testigos y se sintieron
huérfanas, doloridas en su decepción, no quisieron detenerse en el espectáculo
de vuestra derrota, y se fueron al roquedal; el buitre negro y el
quebrantahuesos fueron testigos de la
masacre y no pudiendo asimilar semejante vejación se negaron a seguir mirando
el vacío de vuestra ausencia cambiando ese fosco cielo por otro límpido ;
también la mariposa Isabelina, joya viva del bosque serrano, voló deprimida
buscando su gran gigante, tratando de encontrar tu aroma perdida en la
inmensidad, pero no fue capaz de reconocerte con tus ramas arañando los suelos
porque el misterio de tu fragancia te lo habían robado los dioses como venganza
contra los hombres. A partir de entonces el oso añoró con tristeza tu áspera
corteza gris ceniza y la del noble y
fuerte roble y la del tejo en donde se rascaba con placer para dejarle el
mensaje a sus congéneres y a su vez mostrar constancia de sus dominios, no le
apetecía otros árboles pero se resignó y deambuló como perdido en demanda de
nuevos confidentes. Un solitario venado se alejó asustado huyendo de un
imaginado acosador invisible. Lloró el tejo cuando se dio cuenta de que le
habían mutilado su orgullo y el roble, con su poder por los suelos, soportó la
gran traición con toda la fuerza reprimida, la que había generado en su
interior a lo largo de su larga vida. La avispa parásita, la que deja sus
huevos para eclosionar en el cuerpo de esas orugas que te martirizan y comen
tus hojas, a la que tú, pino laricio, llamas para que no te ataquen con la
melodía misteriosa de tus feromonas cuando detectas su saliva, se alejó
desconcertada por tu ausencia buscando otro salgareño, caído no te reconoció.
Te desramaron, te descortezaron y te dejaron, junto a los tuyos también caídos,
a la intemperie para que la savia retrasada se vertiera fuera de vuestros poros
sobre la alfombra de hojas muertas del bosque; el lobo te reconoció con su olfato, añoró tu sombra y sorprendido
al verte derrotado buscó al roble y viéndolo sin espíritu trató de localizar al
tejo pero no reconoció aquella masa derramada sobre la hojarasca del verdegal;
decepcionado dejó de creer en la grandeza de los grandes. Al llegar la
primavera te descascarillan con el milagro de tu albura intacta. Dejaste de ser
árbol pero seguirías vivo en la nueva dimensión que los hombres habían
pergeñado para ti.
Tu destino,
estaba escrito: era levantarte de nuevo, erguirte sobre la cubierta de un navío
de línea y convertirte en su Palo Mayor. Para sacarte del bosque y comenzar el
largo viaje hacia el arsenal donde estaban los astilleros del rey utilizaron
carretas o arrastre por sangre, e incluso, a veces, a hombro de hombres,
atravesando trochas hasta llegar al rio
en donde os agrupaban en maderadas o pinadas, una especie de balsas de troncos
para navegar por ríos y sus azudes, en un viaje accidentado de meses, guiados
por balseros con varas de avellano, hasta la desembocadura y desde esta hasta
el astillero a bordo de urcas; allí te sumergen en fosas de agua salada durante
años para hacerte perder toda la savia y pasar a tu secado total una vez hecho
al agua de mar. Un martirio para derrotarte como árbol y hacer de ti el
responsable final como soporte de las grandes velas del navío para el que te destinaron.
Es posible que
tus genes procedan de los que dieron forma a la mezquita cordobesa pero a ti,
mira qué cosas, por tu porte soberano, porque tu madera, aunque dura, es
relativamente fácil de trabajar y muy resistente a la putrefacción, te convirtieron en pieza maestra de
un barco y te prepararon para enfrentarte a las arfadas de la fuerte marejada y
la mar gruesa, retando con tu resistencia al viento enfurecido, fecundador de
las locas olas del océano infinito. Para mí debiste ser el gran mástil de un
navío guerrero que debió emerger en los horizontes marítimos como un Leviatán
para el enemigo, desde cuya cofa los vigías oteaban su línea continua e
interminable, rota únicamente por otro navío o por la tierra incierta. Te
impondrán, como al trinquete y mesana, la compañía, desconocida para ti, de un
mastelero y un mastelerillo, de jarcias, vergas y velas a las que tendrás que
soportar para que el navío navegue rompiendo las amotinadas olas veleidosas
sobre el lomo turgente del vasto mar, cuya única misión es mortificarte y
mofarse de tu resistencia. En la tempestad sentiste la sinfonía desafinada de
una partitura borrosa, compuesta por los
dioses al organizar sus crueles orgías con las que se burlan de los intrusos, que los vientos en cólera
interpretan con su desconcertante empeño.
En la batalla
fuiste el blanco principal a batir por el enemigo porque sin ti no hay
capacidad de maniobra y el final deja de ser una incógnita a despejar. Con buen
viento el navío al que perteneciste
proyectó sobre esa línea infinita de la mar su imagen mayestática con sus tres
puentes de 112 cañones de potencial ofensivo, con sus velas, junto con las del
trinquete y las del mesana, infladas de viento generoso. Tal vez soportaste el
clamor del azotado, atado a tu cuerpo, cuando
el lacerante látigo descargaba su odio sobre sus espaldas. Es posible
que fueras escolta del Santísima Trinidad, botado en la Habana, aquel hermoso y
a su vez desgraciado navío herido en Trafalgar, cuyo pecio es posible que
repose en el fondo de la bahía gaditana; o quizá, después de una larga espera
con tu alma arruinada intentando elevarse a las alturas en demanda de nubes y
cielos inalcanzables, acabaste impotente, desmantelado, abandonado y destruido
en alguna dársena, porque las arcas y la moral del que te arrancó de tu reino
verde se arruinaron sin remisión.
Durante un trabajo de arqueología, parte de ti apareció en una excavación como un despojo sin historia, allí habías permanecido enterrado como un madero, poco más de medio metro, uno de tantos, como los que recalan después de un temporal junto con otras miserias abandonadas por los hombres cuando ya no les sirven para nada y la arena los engulle. Observando estos restos se descubrió que, tal vez grabados con algún objeto punzante, alguien marcó sobre tu momificada carne números: 1 y 7 seguidos de otros dos no reconocibles. La descripción que se hizo de ti fue que mostrabas las huellas del tiempo en tus castigadas carnes que en conjunto formaban un jeroglífico descifrable, tan solo, con claves benevolentes e interesadas. Una de las posibles conclusiones fue que podías haber sido parte de la arboladura de un navío de línea, indicador de hegemonía marítima del siglo XVIII, testigo y protagonista de mil hechos notorios de nuestra España naval de la Ilustración. Con estos datos mi imaginación se puso a trabajar y así me propuse reconstruir tu posible aventura. Sabe Dios cómo pudiste llegar hasta aquella playa, cuales fueron tus singladuras. Muy deteriorado, lleno de historia grabada a fuego, castigado por la mar y los cuchillos rocosos de los farallones, un maltrato como colofón de los que acumulaste a lo largo de tu dilatada y agitada historia en una interminable agonía. Supuse