“Hacia occidente, a
partir de las columnas de Hércules hay un interminable abismo… además de que
las tinieblas cubren con su manto el cielo, la niebla envuelve el mar…” Rufo
Festo Avieno. (S. IV)
Cuando el marino se arriesga en la gran aventura asume que solo
podrá huir hacia sí mismo como único espacio sólido disponible.
“¿Habéis visto alguna
vez un barco en el mar, que hace señales de hallarse en gran peligro? ¿Habéis
oído el cañonazo que pide socorro? ¿Habéis formado parte de esa multitud que
cubre el puerto o la playa, que palpita, que teme, que espera, que llora, que
se estremece, que por intervalos está inmóvil como las rocas donde se estrellan
las olas, o como ellas se agita? ¿Habéis sentido el silencio angustioso cuando
la nave parece próxima a sumergirse, el gemido prolongado cuando aquel punto
negro deja de verse entre la rompiente? ¿Habéis recibido la impresión, que no
se borra jamás, producida por un grupo de mujeres y niños a quienes la
muchedumbre apiñada abre paso con respeto compasivo, y que mirando al mar
gimen: -¡Mi padre! -¡Mi hermano! -¡Mi marido! -¡Mi
hijo! …” Concepción Arenal.
Y el hombre se aventuró entre acantilados, tempestades y nieblas (“tiempo
sucio” como las definió el almirante Sir Clowdisley Shovell, náufrago de la
flota inglesa que se estrelló, a causa de un error en la longitud, contra las
islas Scilly en 1707, con la pérdida de más de 2000 tripulantes) en
demanda de nuevos horizontes, buscando nuevos espacios para solucionar sus
propias limitaciones. Desconociendo los secretos guardados por la mar
caprichosa y usando embarcaciones básicas de poco calado e
insignificantes esloras se hizo a esa mar ignorando la evidencia de un regreso
inseguro. Retando al monstruo cubierto de espesas nieblas estos arrojados
hombres van a ser los que irán aportando sus experiencias para que, luego,
después de los tiempos, los otros hombres de mar asuman aventuras marítimas más
exigentes. Aventuras de comercio, de conquista, de exploración, de rapiña, de
guerra, de investigación…
Fueron muchas
las embarcaciones que se estrellaron contra los farallones traidores que se
interpusieron en sus derrotas o contra los que la tempestad arrojó cual
juguetes usados a su antojo. El espectáculo en las riberas marítimas no podía
ser más estremecedor, un espectáculo que alimentaba (y alimenta a veces) la
rapiña de muchos ribereños que se lucraban de aquellos naufragios. (En la
Baja Edad Media se dictó una legislación rigurosa que sancionaba esta actividad).
A bordo de estas naves había hombres y fueron muchos los que la naturaleza
ajustició por invadir sus espacios, a todos estos y los que siguieron sus
pasos, a todos estos pioneros, los hombres de mar les debemos lo que ahora
somos.
Cretenses, fenicios
que aprendieron el arte de navegar de estos y que mantuvieron la tecnología de
sus construcciones en secreto, seguidos por los egipcios, romanos, griegos,
estos, unos adelantados en el mundo de la cartografía (todo muy esquemático
aunque ya de por si significativo)… estuvieron implicados en este peligroso
juego; aparecen portulanos fruto del conocimiento empírico y del práctico
procedente de los navegantes, ahí tenemos el ejemplo de la carta Pisana, de
cuyo origen se especula dándole incluso procedencia bizantina tras el saqueo de
Constantinopla en 1204, especulaciones, repito. Utiliza las rápidas galeras
para sus hazañas bélicas y para el comercio. El juego que comenzó de forma
rudimentaria pasó, poco a poco, a convertirse en un arte y finalmente, como en la
actualidad, se transformó en un acto netamente técnico con ciertas dosis de
empirismo.
Curiosamente a medida
que se adquirían más conocimientos, estos, en la medida de lo posible, se
guardaban como un gran secreto, no convenía que la competencia se alimentase de
los mismos para lo que entonces eran los albores de la empresa marítima. Los
gobiernos guardaban bajo siete llaves toda aquella información que supusiera
progresos para la navegación. Así se fue convirtiendo en arte, un arte
que cada patrón o piloto iba gestando con sus propias experiencias y las que
tal vez le llegasen de otros. Fueron necesarios muchos años, muchos barcos y
sus hombres castigados para que se produjeran avances que simplificaran el gran
esfuerzo que significaba salir airoso de cada aventura marítima. Se navegaba a
expensas de vientos caprichosos que hacían abatir las naves y engendraban olas
traidoras, de corrientes ignotas que las hacían derivar hacia posiciones
peligrosas, de nieblas asesinas que volvían ciegos a los que tripulaban esas
vulnerable embarcaciones. Egipto aporta la vela, una simple tela que va a
mitigar el esfuerzo de los galeotes. El firmamento aporta sus astros y el
navegante los utiliza como referencia. Los vikingos, y tal vez mucho antes los
fenicios, usaron una piedra que tenía la propiedad de aprovechar la luz
dispersada por las nubes, el espato de Islandia, una variedad de calcita, con
la que podían localizar la posición del sol durante los días nublados, que eran
la mayoría. Pero en algún momento alguien mencionó un instrumento “divino” de
procedencia desconocida, una aguja que siempre, estuviera donde estuviera, se
orientaba hacia donde la “Fenicia” coronaba la esfera celeste. La brújula la
habían traído de oriente los árabes, allá por el siglo XII (hay diferentes
teorías), donde al parecer había sido utilizada por los chinos ya en el
siglo XI (según referencias escritas) y de ella se sirvieron nuestros
navegantes para conseguir otras derrotas diferentes a las habituales, ya no se
necesitaba mirar al cielo para buscar la Polar (la Fenicia) la aguja náutica se
lo decía. Está escrito e investigado que 1000 años antes que los chinos, en
otro lugar a muchas millas de distancia, en otra civilización, la Olmeca, en el
área de Veracruz (Méjico) se utilizó un instrumento de hematita, una pequeña
barra de 3,5 cms. de longitud, a la se le denominó M-160 cuando fue
descubierta, que colocado sobre un corcho flotante se orientaba hacia el norte,
y así fue utilizada para situar sus edificios. Es decir, posiblemente existió
una brújula anterior a la china.
Los hombres de mar,
sin embargo, seguían, y por mucho tiempo, estando ciegos cuando sus naves
atravesaban los bancos de niebla, ciegos e inseguros, angustiados por el
desconocimiento de su posición, sin referencias costeras y expuestos a
los caprichos de la naturaleza, de sus elementos. Muchos barcos con sus hombres
se perdieron entre sus brumas aplastados por las zarpas del gran Poseidón
irritado. A medida que transcurren los años los conocimientos empíricos se
afianzan y el hombre de mar se hace cada vez más ambicioso, se construyen
navíos con más arqueo, se incorporan elementos como la quilla y el timón y se
tripulan con gente aventurera pero también desesperada, castigada, mercenaria o
encartada. Se necesitan gran número de tripulantes para mover todos sus
remos, para dominar las jarcias, para usarlos como soldados en los abordajes,
gente de mar que se hacinaba en espacios reducidos, en sollados infestos en
donde las ratas tenían más prerrogativas que ellos mismos. La llegada de las
tinieblas los hacía ciegos y la tempestad los convertía en juguetes del
Leviatán de turno. No obstante el arte se afianzaba porque se conocía más de
vientos, de corrientes, de tempestades, de la maniobrabilidad de los barcos. El
rey Filipo II de Macedonia, sabía prever la acción del viento sobre las
embarcaciones: hacía situar su flota de tal manera que la del enemigo tuviera
que navegar de bolina para hacerla más lenta y vulnerable en la batalla. El
hombre de mar está más preparado para el gran reto, pero sigue sin ver cuando
la fosca arrogante aparece, las tinieblas surgen por doquier y a medida que se
evolucionaba y los barcos son más rápidos también es preciso el conocimiento
cada vez más urgente de su posición sobre el gran desierto azul. Y esto ocurría
en las grandes travesías, en donde las referencias de tierra desaparecen y
queda un punto insignificante e indefenso en la gran inmensidad del gran mar.
Sin embargo nuestro navegante se arroja y lo reta en demanda de nuevas rutas,
nuevas tierras para explorar con horizontes distintos en donde reiniciar una
vida diferente y promocionar actividades comerciales como lo hicieron los
fenicios. Los mismos polinesios utilizan el sol, las estrellas, los vientos de
cada región, el oleaje , sus mattang… como referencias para despejar las
incógnitas de su ubicación, así hacen sus travesías en sus áreas marítimas
plagadas de islas y con sus propias piraguas. Los chinos que, de alguna manera,
ignorados por occidente, por los pueblos mediterráneos, hacen avances
significativos en el mundo de la navegación hasta el extremo de disponer de
embarcaciones que en nada tienen comparación con las de nuestros mares. Un
chino, Shen Kuo (1031-1095) descubrió la declinación magnética.
Surgen los
grandes periplos: Los fenicios, según Heródoto, y a instancias del faraón Necao
(610 a.d.C.) circunnavegaron África partiendo desde el mar Rojo y arribando
hasta cabo Bojador desde donde no pudieron continuar hacia el norte a causa de
los alisios. Algunos autores afirman que llegaron hasta Egipto después de doblar
las columnas de Hércules.
En el 505
a.d.C. (¿...?) desconociendo los secretos guardados por la mar caprichosa... el
cartaginés Hannón logra llegar, después de haber tocado alguna de las
Islas Afortunadas, hasta Cabo Bojador, aquel misterioso cabo de aguas
turbulentas a partir del cual se creía no había retorno porque las corrientes
lo impedían (fue un portugués, Gil Eanes, el que bajo las órdenes de Enrique el
Navegante franqueó estos límites en 1434 con el fin de hacer esclavos en
“tierra de infieles”). Hannón salió previamente de Cartago con una flota de
sesenta bajeles de cincuenta remos cada uno, llevando a bordo a más de veinte
mil emigrantes, es decir más de 300 personas en cada uno, con sus víveres, con
ánimo de fundar nuevas ciudades en las costas del occidente de la Libia
(África). Pero tal vez la carencia de víveres le hace decidir el regreso desde
Bojador a Cartago. No obstante Plinio en su libro “Historia Natural” afirma que
el cartaginés llegó hasta Arabia.
Es posible que
Piteas, hacia el 340 a.d.C., con un único bajel atravesase las columnas de
Hércules, burlando la vigilancia cartaginesa, y navegara hacia el norte
costeando entre brumas y nieblas consiguiendo arribar a la Albión como primer
explorador de esta isla. Y continuó norteando hasta llegar a un lugar en donde
durante el verano las noches duraban dos horas, navegando posteriormente hasta
unas tierras llamadas Tule, tal vez Dinamarca o Noruega, de donde no pasó
porque, según él, más allá no había nada como aire, tierra ni mar. Regresa a
Marsella después de este periplo que duró un año. Vinculó, entonces, la
relación entre la luna y las mareas, también verificó que la estrella Polar no
estaba orientada exactamente al norte, es decir está situada fuera del eje del
globo.
El macedonio Nearco,
hacia 326 a.d.C. bajo las órdenes de Alejandro Magno navegó como navarca en una
flota compuesta de galeras, embarcaciones de dos puentes y otras para
transporte, sumando ochocientas velas aproximadamente y tripuladas por unos dos
mil hombres; exploró el Golfo Pérsico (en donde su tripulación quiso huir
asustada al encontrarse con abundantes ballenas), Mar de Omán… además de
comandar una expedición entre los ríos Indo y Eufrates. Unas navegaciones
saturadas de incidencias, malos tiempos, luchas contra arabitas, etc.
Hubo un gran
navegante en el 50 de nuestra era que supo apreciar el régimen de los monzones
del Indico y estimuló a las flotas para que se aventurasen en alta mar en viajes de ida y vuelta a la India.
Este hombre de mar fue el griego Hippalus, se le atribuye ser el primer griego
en cruzar el Indico, estimuló a los hombres de mar de entonces a adentrarse en
alta mar para que favorecidos por los monzones pudieran hacer los viajes de ida
y retorno a las Indias en el intervalo de un solo año, como escribe Julio Verne
en su “Historia de los Grandes Viajes”.
Si
sometemos a un somero análisis el esfuerzo de estos hombres hay que quitarse el
sombrero porque navegaciones de estas características en esos mares no están
exentas de mil peligros: Temporales, nieblas y corrientes, constantes
como los del Canal de la Mancha, la fragilidad de este tipo de embarcaciones,
el desconocimiento orográfico de la costa y el hacinamiento en los espacios
reducidos de este tipo de navíos, los piratas…Tenían que ser hombres de una
hechura especial y Piteas con sus hombres demostraron tenerla, como también la
tuvieron los de Hannón, los de Nearco que también sabía el efecto de los
monzones para la navegación, los de Hippalus y los que siguieron derrotas
por otros mares y en otros tiempos. Gobernar y manejar aquellas naves no era
tarea fácil, como tampoco lo debía ser controlar aquellas tripulaciones que en
infinidad de veces serían presas del pánico y la desesperación.
A medida
que se afianza el arte de la navegación esta se hace más ambiciosa y el
horizonte marino se transforma en el límite de un gran abismo que aparece
retando a nuestros hombres y estos aceptan el lance pero a costa de grandes
tributos de los que la historia no ha querido dejar generosa constancia
porque fundamentalmente se polarizó en sus logros o fracasos pero no en lo
medular, en los sufrimientos que la gran aventura deparó.
Por mucha
empatía que se quiera tener no es posible asimilar lo que significa la vida a
bordo de cada una de las naves que participaron en aquellos escenarios
marítimos. Muchas tragedias se gestaron mientras se arribaba a la culminación
del gran arte de la navegación porque antes de que los cielos fueran referencia
para determinar la latitud, uno de los parámetros de la posición, los barcos,
ciegos, destrozaban sus quillas contra los acantilados imprevistos o eran
engullidos por las fauces hambrientas del gran océano. Con el tiempo el
marino adquiere otra formación y con el astrolabio, la ballestilla, el cuadrante,
la corredera, el sextante…consigue nuevas metas: con el astrolabio ya es capaz
de hacer un cálculo de su latitud que aunque aproximado por los errores que
aquellos instrumentos incorporaban, servía como un buen referente de posición
(“paralelo navegando, tierra encontrando”), pero faltaba la LONGITUD y era un
factor muy grave, muchos fueron los barcos que arruinaron sus derrotas por los
errores que en su cálculo se producían. Ahí está el ya mencionado desastre de
la flota inglesa del almirante inglés Sir Clowdisley Shovell en las costas de
las Scilly en 1707. La mar crea cautivos sin remisión, y cuando la
fortaleza de espíritu se quebranta la huida es imposible, salvo que se haga
sobre uno mismo; cuando la convivencia se rompe, el aislamiento se gangrena;
cuando la enfermedad aparece la solución emergente es el desahucio.
Muchos fueron los barcos que naufragaron cuando sus tripulaciones fueron pasto
de escorbutos, malarias o hambrunas porque cuando otras travesías más
ambiciosas aparecen en su horizonte una cosa es el deseo de afrontarlas y otra
despejar todas las incógnitas que estas conllevan: Aquellos navíos disponían de
espacios muy limitados en donde cada cosa debería ocupar su lugar y no otro con
un régimen de prioridades perfectamente definido, jarcias, munición, carga,
vituallas y sobre todo el agua envasada en barriles. Estos principios muchas
veces no se respetaban, los dueños de la carga, que muchas veces navegaban con
la misma y conscientes de lo que significaban estos viajes, hacían testamento
antes de embarcar, exigían sacrificar otros espacios para favorecerla y de esta
manera las vituallas se reducían y el agua y el espacio para cada hombre se
reducía a la mínima expresión, lo que debería ser higiene fue sustituido por
pestilencia con la proliferación de pulgas y piojos, insalubridad y condiciones
infrahumanas.
En las
primeras expediciones trasatlánticas, los capitanes de los barcos no declaraban
las distancias reales a navegar para que los hombres que pudieran
embarcar no se arrepintieran por el miedo a un destino incierto, tanto Colón
como Magallanes así lo hicieron. Había un auténtico pánico a la lejanía sin
límites, a la falta de tierra donde ampararse y quienes mandaban estas naves
tenían que batallar contra la naturaleza y contra los miedos de las
tripulaciones, algunos de los cuales llegaron a provocar más de un
amotinamiento, Colón los tuvo. Todo se conjuga: “… los vientos tempestuosos,
las averías en los barcos, el movimiento de la carga, las escenas de
desesperación y pública confesión de pecados, o la impericia de los pilotos”
(Lanciani)
A
sabiendas de que la enfermedad y la muerte eran una evidencia, se embarcaba el
mayor número de tripulantes susceptibles de ir sustituyendo a los cadáveres que
se producían. Así se navegaba, inmersos en tinieblas a plena luz del sol, así
cada día que pasaba, los víveres mermaban y los que quedaban se deterioraban,
con aparición de gusanos en los bizcochos ya de por sí incomestibles;
cucarachas y ratas, estas utilizadas como alimento de recurso, campaban a
sus anchas y el agua se pudría sin remisión.” Mientras el navegante
dormía la cucaracha iba con gran delicadeza adelgazándole la yema de los dedos
sin llegar a provocar en ningún momento sangre y produciéndole a la mañana
siguiente una desagradable sensación de haber perdido el tacto. De esta
actividad de las cucarachas no se libraba tampoco la oficialidad de los navíos” (Disquisiciones
náuticas. Fernández Duro).
Por mucho
que el sol alumbrara, las tinieblas de la razón laceraban los cuerpos y la
voluntad de estos hombres condenados en el gran desierto azul. La enfermedad se
cultivaba en el seno de aquellas vidas deplorables y los trabajos impuestos
mermaban y envejecían prematuramente sus vidas.
De esta
forma lo relata Pigafetta en el viaje de circunnavegación de
Magallanes:
“Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas
frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a
puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines
de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando
nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, que en la cofa del palo
mayor, protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol,
la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y
después un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que
tampoco despreciábamos.
Las ratas se vendían a medio ducado la pieza y más que
hubieran aparecido. Pero por encima de todas las penalidades, ésta era la peor:
que les crecían a algunos las encías sobre los dientes --así los superiores
como los inferiores de la boca--, hasta que de ningún modo les era posible
comer: que morían de esta enfermedad. Diecinueve hombres murieron, más el gigante
y otro indio de la tierra del Verzin. Otros veinticinco o treinta hombres
enfermaron, quién en los brazos, quién en las piernas o en otra parte; así, que
sanos quedaban pocos”. El escorbuto era
implacable haciendo estragos y nadie conocía sus causas y ni mucho menos su
curación.
No existen muchas crónicas en donde se mencionen las
penurias de aquellos hombres. “Las duras condiciones de vida en los
navíos fueron más devastadoras para estas tripulaciones que las
confrontaciones armadas” (ALFREDO MARTÍN GARCÍA )
La historia continúa, las naves cruzan la mar con ingenua
decisión, evolucionan los medios de ayudas a la navegación y todo ello conlleva
mayores exigencias en todos los sentidos: aumentan su arqueo, a los
pilotos se les demanda mayor formación científica para tripularlos, pueden
determinar la latitud, aunque muy imprecisa aún y la longitud sigue a años luz
de poderse determinar con exactitud. Las rutas son cada vez más ambiciosas y es
inevitable que entre los errores del posicionamiento y la propia
naturaleza no se fragüe el juego maldito que dé como resultado la pérdida de
naves y sus tripulaciones. Pero de esta parte de la gran aventura marítima la
historia es parca, se habla de naufragios, de grandes descubrimientos, de
grandes conquistas, hazañas… pero el tributo de vidas y sufrimientos apenas
emerge.
Los países con sus gobernantes y otras fuerzas vivas en su
ambición se desentienden de este tributo y envían sus barcos a navegaciones
interminables en distancia y tiempo, un solo barco con su preciada carga podía
amortizar la pérdida de otros, la tripulación era lo de menos. Mejoran los
sistemas de gobierno, de propulsión, de defensa, se escriben tratados para
mejorar el arte de navegar, España es considerada como una fuente de
valor, ya lo dice el almirante Julio Guillén: "Europa
aprendió a navegar con libros españoles": Martín Fernández de
Enciso, Francisco Falero, Pedro de Medina, Martín Cortés, Rodrigo Zamorano, entre
otros, fueron autores de muchos de estos tratados. La navegación además de ser
empírica también adquiere luces de carácter científico y como consecuencia las
estadísticas de naufragios dan señales más esperanzadoras pero hay un parámetro
que se resiste, desde los tiempos de Eratóstenes e Hiparco de Nicea, a ser
resuelto de manera contundente, la LONGITUD
(*), porque depende de la medida precisa del
tiempo debido a la relación de esta con la rotación de la Tierra. Existen las
tinieblas que la falta de la longitud y la bruma producen y los barcos se
pierden (hubo algún capitán que navegando hacia el cabo de Buena Esperanza,
creyendo encontrarse a levante de Cabo Verde y encontrándose a poniente de
estas islas, arrumbó hacia el oeste llegando hasta la costa brasileña), por
otra parte la tempestad y los acantilados hacen el resto sin que nadie se
preocupe de cuantificar las vidas que se perdían, sí se hacía con los valiosos
cargamentos que el océano engullía. La preocupación es general entre los países
ribereños y tanto es así que el parlamento británico de 1714 para mitigar estos
desastres establece lo que se llamó la “Junta de la Longitud” según la cual se
establecían ayudas a la investigación para llegar a solucionar este gran
problema: "El
conocimiento de la longitud es de gran importancia para la seguridad de la
Armada y de los buques mercantes de Gran Bretaña; así como para la mejora del
Comercio, dado que muchos navíos por desconocer su posición se han retrasado en
sus viajes, y muchos se perdieron ... Y habrá recompensas para la persona o
personas que descubran un método para el cálculo de la Longitud”.(del
libro “LONGITUD” de Dava Sovel). A esta junta accedió el relojero inglés John
Harrison (1693-1776), en 1761 consigue que su reloj sea llevado en un viaje a
Jamaica. Al regreso y después de 147 días se comprueba que el reloj varió tan
solos escasos dos minutos. A partir de este momento la longitud se puede
calcular sin problemas y pasa a ser un parámetro posicional de fácil acceso,
los barcos resuelven un gran problema pendiente y los naufragios reducen su
cadencia. Se dispone de otras ayudas para una navegación más efectiva, mejores
barcos, mejor superficie vélica, pilotos con mejor instrucción y sobre todo la
aparición del sextante hacia 1750. Ya se puede navegar con ciertas garantías.
De cualquier forma un elemento de la naturaleza sigue ocasionando tragedias,
los barcos se vuelven ciegos cuando este invade sus derrotas y los desastres no
desaparecen y los hay de magnitudes inquietantes que conllevan la pérdida de
miles de vidas entre tripulaciones y pasajeros; cuando la temible boira se
adueña de los espacios marítimos los barcos se transforman en espectros
vulnerables sin posibilidad de defenderse. No es suficiente tampoco la
aparición del vapor y su utilización en la navegación marítima en 1807, cuando
Robert Fulton consiguió navegar desde New York a Albany cruzando el rio Hudson,
han de transcurrir muchos años hasta que ya en pleno siglo XX nace la gran
estrella que va a alumbrar las rutas marítimas, va a derrotar la niebla asesina
y va a permitir que las tinieblas se desintegren para dar paso a la luz, nace
el RADAR. Atrás queda un reguero de vidas humanas que se sacrificaron en el
silencio de los abismos, que consiguieron hacernos llegar a nosotros los
marinos sus experiencias para a partir de ellas mantenernos a flote sobre la
mar siempre misteriosa y altiva.
Fue gracias a un largo proceso de estudio e investigación
llevado a cabo por el británico Maxwell, el alemán Hertz, el también alemán
Huelsmeyer, el italiano Marconi y el serbio Tesla, y con la aportación de todos
ellos cuando se logró llegar al gran invento rompedor de la gran barrera de las
tinieblas.
El primer radar para la marina civil se instala para detectar
la presencia de icebergs en el trasatlántico francés “Normandie” en el año
1934. A partir de ahora este equipo se irá incorporando progresivamente a los
buques siendo en 1965 y bajo lo establecido por el SOLAS (Convenio
internacional para la seguridad de la vida en el mar) cuando se establece su
obligatoriedad. Las tinieblas desaparecen.
(*) En el libro “LONGITUD” de Dava Sobel se describe
esta interesante historia: La lucha por la seguridad en el mar y la batalla por
solucionar el gran problema de este parámetro.