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MAR TENDIDA (relato)

Mi cuerpo es de salitre y espuma. Mi espíritu es como una gaviota o un cormorán. Estoy hecho de mar y a ella vuelvo porque no conozco otro camino y me niego, en todo caso, a identificarlo. Quisiera que cuando llegue mi último aliento se pierda en su inmensidad como un signo de fidelidad que por nada del mundo quisiera romper. Fue mi padre quien me enseñó cuanto sé. Cuando yo era aún muy niño me llevaba con él a la mar, como tratando de encontrar en mí una continuidad, para que en su pura esencia constituyera una unión indisoluble. Para mí, no había hombre sobre la faz de la tierra que supiera más de la mar, de sus secretos, de sus explosivas furias y sus misterios. Estar con él, pescando al amanecer, los dos solos en nuestro bote de remos, era la razón de ser de cada día. Por eso odiaba cuando tenía que ir a la escuela, me privaba de él, por eso aprendí lo básico, no necesitaba más, me alimentaba de su espíritu impregnado de salitre y espuma, y por eso también odiaba su marcha porque lo perdía mientras duraba la marea, quedándome huérfano. Él fue mi mejor maestro y la mar la universidad. La mar y él, él y la mar eran mi sueño. Sus ausencias se me antojaban eternas, tanto que nunca veía llegado el día de su regreso. Y no me arrepiento de aquellos odios porque de aquel hombre me llené hasta el extremo de que hoy, cuando me encuentro en éste bote, en mi voluntaria soledad, lo único que desearía es su presencia física, porque su aliento lo tuve siempre conmigo. Mi padre se negaba a admitir la insolidaridad humana porque era como un río manso para los demás. Su recuerdo me emociona y me enorgullece. Sé que algún día me lo encontraré allá donde el horizonte se precipita bruscamente hacia un no se sabe qué misterioso lugar. Allí encontraré su abrazo con esencias de algas y salitre.
Con el tiempo dejé el bote de remos y me hice a la mar como tripulante en barcos de altura. Llegué a acostumbrarme a la penumbra del sollado, a su humedad, al crujir de cada una de sus cuadernas, al catre, que era tan estrecho como un ataúd; a la intimidad vulnerada en la que los pensamientos, esas islas perdidas, se atreven a darte una versión, tal vez irreal, del ser que se esconde dentro de ti, porque nunca te encuentras, o tal vez porque tienes miedo a reconocerte reflejado en el misterioso espejo de esos pensamientos confusos. Me acostumbré al pantocazo, que induce a pensar que el barco se va a partir en mil pedazos; al golpe de mar que se estrella contra las amuras de aquellas valientes cáscaras de nuez. A todo me acostumbré pero me llené también de un calor humano que en cierta forma mitigaba la sensación de soledad que de uno se apodera cuando el único horizonte que tienes es la confluencia del mar y el cielo en el infinito. Y allí en esa mar, donde el concepto del tiempo se pierde porque no hay días ni noches, sábados ni domingos, la única norma que impera es el trabajo porque el descanso viene impuesto por el dictado que éste impone. Allí se larga, se vira, se escoge el pescado o se reparan las artes y cuando se puede, solo cuando se puede, se aprovecha para descansar o para encerrarse en pensamientos, esas islas perdidas en laberintos indescifrables, que surgen como conceptos anárquicos como en un equilibrio inestable desafiante, sin forma de controlarlos. Uno quisiera amarrar los que desea y retenerlos para siempre, pero luego surgen otros que los desvirtúan e incluso los hacen desaparecer para dar paso a otros y a otros, un archipiélago, produciéndose un juego cruel del que cuesta salir, como si intentaras matar la eternidad. Piensas en los que dejaste en tierra y en esos momentos, impotente, quisieras ser Dios para ver, saber , hacer y vencer esa sensación de debilidad, también un algo con alas para volar y estar a su lado. Tal vez un bandazo o el aviso de que hay que virar el aparejo te hace volver a la realidad, porque en esos sueños uno quisiera flotar siempre. Quisiera permanecer estático, anclado como un buque en espera del definitivo atraque aunque sepa que el pensamiento sea la emanación de un ser falible y limitado. En la mar la soledad no es real, te sientes solo, aislado, impotente ante la adversidad, pero no lo estás, aunque a veces te deprimes y ni el ruido de las olas ahogan tu resentimiento, siempre hay una mano pendiente de ti y si se produce la tragedia no es porque esa mano faltó, fue que la tragedia tuvo más fuerza y ganó la partida. Así ocurrió con un entrañable compañero por el que siempre sentí un profundo respeto, un golpe de mar y todo se acabó. Lo demás queda para uno, para qué lo vas a contar si solo va a servir para alimentar la curiosidad, el morbo. Para la muerte sí, para la muerte los hombres de mar siempre estuvieron solos, con los suyos, pero solos. Únicamente hubo pompas cuando a los políticos les interesó, pero todos sabemos que su acompañamiento era solo pura comparsa. Las preguntas que te hace la gente lo demuestra. Él y yo hablábamos poco pero nos entendíamos bien; coincidíamos en que nuestros hijos no deberían seguir nuestros pasos. Poníamos como excusa que la televisión y las modas los habían hecho más flojos. Se miraba las manos agrietadas y deformes, con las huellas dejadas por los sedales de la época del bonito, en forma de inimaginables abismos abiertos en su piel y me juraba que los suyos nunca las llegarían a tener así aunque él se dejara el pellejo en la mar. Se lo dejó y tal vez su último pensamiento fue de frustración. Soñábamos y nuestros sueños iban en paralelo. Coincidíamos en las sensaciones que experimentábamos al estar en tierra, entre marea y marea. Se lamentaba de conocer poco a sus hijos y, sobre todo, se interrogaba constantemente qué era lo que podría enseñarles si solo sabía de mar y su cuerpo olía tanto a pescado que su sueño dorado era siempre el mismo: darse un baño por tiempo indefinido en agua caliente y con la parienta, como él decía, en la misma bañera. Siempre fue un frustrado aunque era sabio en las artes humanas. Llegué a apreciar aquél hombre por su sencillez y su filosofía de la vida. No permitía que se hablara mal de nadie en su presencia, tenía la gran habilidad de desviar el tema de conversación cuando esto ocurría. Sabia mantener la conversación sin rozar siquiera los límites de la murmuración. Su especialidad eran las comidas, el estómago, decía, tiene poder de convocatoria. Se moría por llegar a tierra pero luego diez o doce días eran suficientes, después estaba deseando regresar a la mar, aunque se impregnara de olor a pescado, aunque apenas tuviera agua para lavarse, aunque le faltase la razón de ser de sus días. La vida es un conjunto de muchas cosas que van unidas y que tantas veces se contradicen en apariencia pero todas tienen un porqué y contribuyen al modelado de su figura. Amigos, lo que se dice amigos en el pueblo no tenía. Cuando había algo significativo, con él no se contaba y eso que en la aldea eran cuatro gatos, era lógico. Las partidas de dominó ya estaban formadas y a él no le iba eso de estar de mirón. Hablaba de lo suyo, la mar, la pesca, los barcos, aunque dentro tuviera su procesión. Cuando salían temas de política se desbordaba, se perdía, no le interesaba, porque siempre tuvo la sensación de que los políticos nunca se interesaron por los de su gremio, es más, tenía todas las dudas de que tuvieran asumida su existencia. Por eso lo suyo era la mar, los lances, la pesca, el mismo barco, su gente… aquello era de su propiedad, era terreno que dominaba, compartir algunos ratos con el patrón en el puente, observando la sonda, escuchar las mentiras que se decían por la radio, dando pistas de áreas de pesca falsas, datos de capturas falsos y aquello de las claves era lo que más le gustaba. Era un hablar sin hablar, un jeroglífico, una locura. Pero lo mágico era que la gente se entendía. También se hacían aquellas trampas. Ese era el juego, un juego abierto y asumido por todos los barcos y que formaba parte de los ingredientes de aquel batallar endiablado, donde daba lo mismo que fuera de noche como de día, por la tarde o por la mañana. Allí, paradójicamente estaba su vida , nuestra vida. La familia era un concepto roto pero asumido. Este era el eslabón fundamental de la cadena porque se unía y se rompía a la vez. Diez días, doce tal vez bastaban ¿para qué?.Él siempre me decía pícaramente que así le echarían de menos, te añorarían, pero era un recurso para que la espada de la depresión no te hiera, tal vez un engañarse a sí mismo, porque diez días o doce, era un no estar, un no latir, pero también lo sería un mes o dos. Siempre hay una marcha y un no vivir en los días previos a la partida; un no poder estar en los días previos a la llegada, aunque siguiera una explosión de júbilo en el encuentro. El resultado final negativo se mire por donde se mire. Pero uno no sabe hacer otra cosa y la mar ata y llama y provoca adición, tal vez por esa lucha constante que con ella se libra y en la que uno siempre cree va a salir vencedor. Yo, en el fondo, pensaba como él. Deseaba dejar el maldito barco para abrazar a los míos, para tomar el baño de agua caliente, solo o acompañado de ella, para hablar con mi hijo y los conocidos... pero poco a poco eso se va diluyendo y te vas dando cuenta de que tu sitio es otro por muy duro que sea reconocerlo. ¿Por qué demonios tenían que ser así las cosas?. Se era esclavo de un sucio barco y a cambio ninguna otra compensación, tan solo la familia, porque al fin y al cabo siempre se tiene esa rara sensación de ser un extraño en tu propia tierra. Con todos estos ingredientes me mareaba en un mar de dudas y me hacía una pregunta, enfrentándome conmigo mismo:¿hasta donde era o no sincero al afirmar que no quería que mi hijo siguiera mis pasos?. Sabía que en el fondo lo deseaba. En la mar todo era distinto, se veían las cosas de otra forma, los hombres se curtían adquiriendo una sabia consciencia, no era un barniz, era más profundo el compromiso. Imperaba la lucha por un concepto básico, un constante sobrevivir, lo material era mera comparsa, pero hay tributos que se pagan a costos elevados, tributos que en la mayoría de las ocasiones no les encuentras razón de ser porque ni siquiera las amarguras son compartidas para poderlas soportar mejor, cada cual soporta su propio peso y el más significativo es esa irremediable separación, tú por un lado y ella, la que se atrevió, impulsada por la fuerza del corazón a continuar junto a ti , por otro. Cuantas negras noches tuvo que disimular su temor, su miedo, mutándolo por gestos de esperanza, esperanza sin razón de ser, sin fundamento, sin esperanza. Cuantas dudas y cuantos silencios, mentiras, omisiones y gestos para no crear más preocupación: “... estamos bien ,el niño con sarampión pero no te preocupes, y yo, ya sabes que soy fuerte y no necesito nada, tú cuídate, te queremos, te necesitamos, ven pronto...”Y uno sabe que después, cuando el milagro de la comunicación se rompe, lo que queda son estragos de impotencia, sensación de la nada, de un vacío absoluto, porque el horizonte no desaparece, ni las olas, ni el olor a pescado, ni la orden del patrón que manda virar el arte y su voz se ha diluido como por arte de un maleficio. Pero ella vuelve a ser fuerte aunque no pueda con el peso de la decepción, aunque las sombras del derrumbamiento estén siempre presentes como un espada de Damocles, con esa amarga sensación de que en cualquier momento se pueda producir el desenlace no deseado. Así hasta el encuentro y después a escribir de nuevo las mismas negras líneas sobre los mismos negros campos de inseguridad y miedo, siempre procurando que a él cuantas menos cuitas le lleguen mejor, porque eso no sería compartir, sería como hacerle cargar injustamente con el peso de la impotencia, porque donde él está poco o nada se puede hacer, como pedir socorro al infinito.
Ahora ya volví para no regresar, para no adentrarme en su infinita monotonía llena de misterios ocultos que se abren inesperadamente para mostrar su mensaje paradójico. Ahora solo me acerco al comienzo de su intriga, para introducirme en los recuerdos, recuerdos que no me gusta se pierdan en el tiempo porque se vuelven irreales y yo los he vivido con tal intensidad, siendo cómplice de su caprichoso transcurrir, que me niego a que se esfumen como una nube de vapor. Aquí en este bote, sé que a mi espalda tengo la costa, pero mi mirada está sobre el horizonte, esa línea recta que tanto misterio tenía para mí cuando salí por primera vez a la mar con mi padre. Yo imaginaba que allí, donde mi vista se perdía, era como una frontera en el abismo y me invadía un miedo que solo con mi padre era capaz de superarlo, me acariciaba la cabeza y me decía: “esa línea siempre está ahí aunque a veces te parezca en el infinito por lo inalcanzable, pero si navegas, al final se transforma por arte de magia en una costa que te va decir que estás llegando a algún lugar, eso te indica que la tierra es redonda ¿verdad?. ”Ese era el milagro que resolvía el misterio Todo este silencio profanado únicamente por el susurro de las olas y la brisa marina me resulta como un ardid que la naturaleza utiliza para atraernos a su caprichoso devenir, para hacernos ver que aunque se desate con furia y nos muestre su inmenso poder, también es capaz de acariciarnos con su apacible bonanza y nos induce a adentrarnos sin remisión en su poderoso núcleo de poder, hasta someternos y hacernos dependientes. Me parece imposible que este remanso que ahora me acaricia, en otro tiempo me haya vapuleado como la orca a la foca, como la foca al pingüino. Desde aquí puedo contemplar la única agonía bella, ese crepúsculo que tiñe de fuego el horizonte por donde se pierden mis pensamientos y me confundo. Tal vez en algún lugar, al otro lado de ese concepto, para mí tan extraño, alguien , como yo, se niegue a dejar de mirar atrás, tal vez alguien esté recordando la marcha o el abrazo intenso de insaciable añoranza antes de la partida. Tal vez alguien burló a la tragedia y pudo evitar la pérdida del compañero. Tal vez al otro lado del ese horizonte se escriban mil páginas como estas cada día en la soledad, con los recuerdos que como islas mágicas se forman en nuestra mente creando un archipiélago de locura del que no se puede uno escapar porque está atrapado por esa fuerza imponente que está impregnada de espuma, salitre y vientos. Ahora sí veo el horizonte, nítido como una línea perfecta, asequible, que me invita y me hace dudar, que me atrae y vulnera mi voluntad, que me muestra sus sirenas homéricas y en mi debilidad no soy capaz de tapar mis oídos seducidos por sus cánticos .Quisiera ser realmente un cormorán o un albatros y salitre para perderme en la inmensidad de su misterio, pero solo soy un hombre.

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